LETRAS
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zañas de hpernador electoral, cuando vo
taba diez o doce veces, escacharraba ur
nas y se liaba a estacazos con todo bi
cho viviente; sus bravuras en el Matade
ro, donde se peleaba a brazo partido con
los novillos y se bebía sin respirar un
cuartillo de sangre de toro; sus guapezas
en tabernas y burieles y su bárbara ac
tuación como marido, recetando el palo
para combatir las femeninas lamentaciones,
ufanándose de todas sus fechorías con
el orgullo que puede mostrar un guerrero
heroico al relatar los episodios gloriosos.
«En cuanto tomó tres o cuatro copas,
empezó a hervir el alcohol que llevaba
almacenado en tantos años de bebedor.
Hábilmente desvié la conversación hacia
lo que me importaba. AI principio se
mantuvo algo receloso, pero a fuerza de
tirarle de la lengua y de hacerle pro
mesas encubiertas y generosas, soltó todo
lo que sabía.
—Mire usté, don Adolfo — me dijo; —
me ha' sido usté simpático, porque es
usté un hombre que alterna y no tino de
esos misinguines que tienen a menos el
hablar mano a mano con uno, como si uno
no tuviera sus principios como el que más.
No debía abrir el pico pa contarle lo que le
voy a contar porque la Anastasia, mi her
mana, que no tie secretos pa mí y que
me debe mu buenos favores, y me está
agradecía, me habló de e'lo ¡ vamos ! co
mo se habla a un hermano cuando el
hermano es una persona decente" y fie
dignidaz y sabe distinguir...
«En resumen, y para no cansarles re
produciendo el barullo de razones con que
me aturdió el «Pacorro», les diré que el
borracho me enteró con todos los pelos
y señales de que don Prudencio, confia
do en la que él suponía probadísima dis
creción de su antigua criada, había contado
a la tal Anastasia y ésta a su ejemplar
hermanito, que ya podía yo quebrarme la
cabeza y echar los bofes para convencer
a Regina; que no me valdrían habilida
des, ni desplantes, ni hacer méritos, ni
enamorar a la chica, porque él, don Pru
dencio, era muy quién para imponer su
voluntad en la casa, que se ’ le había
metido entre ceja y ceja que yo no me
llevase a Regina, y que si no bastaran los
consejos y las prudentes advertencias, te
nía él unas carlitas que harían su papel
si llegase el momento de prender fuego al
polvorín».
—Les soy a ustedes franco... — con
tinuó después de una pausa que ya nece
sitaba, pues charlaba con febril rapidez y
casi con elocuente inspiración — les se
ré franco. Cuando propuse al « Pacorro»
la indignidad que luego diré, sólo pensa
ba en que aquellas cartas eran mis car
tas, las escritas por mi mano para que
Regina las leyera; cartas que yo creba en
poder de la viuda, y en las cuales había
yo puesto todo el calor de mi alma y
algunas confidencias sobre mi padre y So
bre mis pensamientos más íntimos, con el
propósito de conmover a Regina, abrién
dola noblemente mi conciencia y mi co
razón. Me desesperaba, me enfurecía pen
sar que aquellos pliegos, espejos que re
producían las sensaciones más delicadas,
las confesiones más íntimas, los ensueños
más queridos de mi alma, estaban en las
groseras manos de aquel hombre, sirvien
do de mofa y escarnio, provocando en
su malvado espíritu las más sangrientas
y crueles chuscadas.
«La honradez del «Pacorro» estaba en
liquidación, era un saldo averiado que pu
de comprar con unos cuantos billetes que
tenía ahorrados. Le convencí con poco
esfuerzo de que aquellas cartas me per
tenecían, de que robaba a un ladrón y de
que él, el «Pacorro», sería un interme
diario providencial encargado de facilitar
la restitución de los documentos.
«Don Prudencio es un hombre misera
ble, avaro, y el ajuar de su modestísima
vivienda no valdría, vendido- en pública
subasta, lo que valía la honradez del «Pa
corro», tasada generosamente por mi im
paciencia. Las cartas las tenía guarda
das, según había dicho la criada parlan
chína, en uno de los cajones de su có
moda donde, por lo que luego vimos,
encerraba el agriado solterón una peque
ñísima parte de su caudal y todos sus
papeles públicos y privados. Don Pruden
cio tomaba su chocolate canonical a esta
hora, a las seis o seis y media de la