Full text: 2.1916=Nr. 3 (1916000203)

LETRAS 
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zañas de hpernador electoral, cuando vo 
taba diez o doce veces, escacharraba ur 
nas y se liaba a estacazos con todo bi 
cho viviente; sus bravuras en el Matade 
ro, donde se peleaba a brazo partido con 
los novillos y se bebía sin respirar un 
cuartillo de sangre de toro; sus guapezas 
en tabernas y burieles y su bárbara ac 
tuación como marido, recetando el palo 
para combatir las femeninas lamentaciones, 
ufanándose de todas sus fechorías con 
el orgullo que puede mostrar un guerrero 
heroico al relatar los episodios gloriosos. 
«En cuanto tomó tres o cuatro copas, 
empezó a hervir el alcohol que llevaba 
almacenado en tantos años de bebedor. 
Hábilmente desvié la conversación hacia 
lo que me importaba. AI principio se 
mantuvo algo receloso, pero a fuerza de 
tirarle de la lengua y de hacerle pro 
mesas encubiertas y generosas, soltó todo 
lo que sabía. 
—Mire usté, don Adolfo — me dijo; — 
me ha' sido usté simpático, porque es 
usté un hombre que alterna y no tino de 
esos misinguines que tienen a menos el 
hablar mano a mano con uno, como si uno 
no tuviera sus principios como el que más. 
No debía abrir el pico pa contarle lo que le 
voy a contar porque la Anastasia, mi her 
mana, que no tie secretos pa mí y que 
me debe mu buenos favores, y me está 
agradecía, me habló de e'lo ¡ vamos ! co 
mo se habla a un hermano cuando el 
hermano es una persona decente" y fie 
dignidaz y sabe distinguir... 
«En resumen, y para no cansarles re 
produciendo el barullo de razones con que 
me aturdió el «Pacorro», les diré que el 
borracho me enteró con todos los pelos 
y señales de que don Prudencio, confia 
do en la que él suponía probadísima dis 
creción de su antigua criada, había contado 
a la tal Anastasia y ésta a su ejemplar 
hermanito, que ya podía yo quebrarme la 
cabeza y echar los bofes para convencer 
a Regina; que no me valdrían habilida 
des, ni desplantes, ni hacer méritos, ni 
enamorar a la chica, porque él, don Pru 
dencio, era muy quién para imponer su 
voluntad en la casa, que se ’ le había 
metido entre ceja y ceja que yo no me 
llevase a Regina, y que si no bastaran los 
consejos y las prudentes advertencias, te 
nía él unas carlitas que harían su papel 
si llegase el momento de prender fuego al 
polvorín». 
—Les soy a ustedes franco... — con 
tinuó después de una pausa que ya nece 
sitaba, pues charlaba con febril rapidez y 
casi con elocuente inspiración — les se 
ré franco. Cuando propuse al « Pacorro» 
la indignidad que luego diré, sólo pensa 
ba en que aquellas cartas eran mis car 
tas, las escritas por mi mano para que 
Regina las leyera; cartas que yo creba en 
poder de la viuda, y en las cuales había 
yo puesto todo el calor de mi alma y 
algunas confidencias sobre mi padre y So 
bre mis pensamientos más íntimos, con el 
propósito de conmover a Regina, abrién 
dola noblemente mi conciencia y mi co 
razón. Me desesperaba, me enfurecía pen 
sar que aquellos pliegos, espejos que re 
producían las sensaciones más delicadas, 
las confesiones más íntimas, los ensueños 
más queridos de mi alma, estaban en las 
groseras manos de aquel hombre, sirvien 
do de mofa y escarnio, provocando en 
su malvado espíritu las más sangrientas 
y crueles chuscadas. 
«La honradez del «Pacorro» estaba en 
liquidación, era un saldo averiado que pu 
de comprar con unos cuantos billetes que 
tenía ahorrados. Le convencí con poco 
esfuerzo de que aquellas cartas me per 
tenecían, de que robaba a un ladrón y de 
que él, el «Pacorro», sería un interme 
diario providencial encargado de facilitar 
la restitución de los documentos. 
«Don Prudencio es un hombre misera 
ble, avaro, y el ajuar de su modestísima 
vivienda no valdría, vendido- en pública 
subasta, lo que valía la honradez del «Pa 
corro», tasada generosamente por mi im 
paciencia. Las cartas las tenía guarda 
das, según había dicho la criada parlan 
chína, en uno de los cajones de su có 
moda donde, por lo que luego vimos, 
encerraba el agriado solterón una peque 
ñísima parte de su caudal y todos sus 
papeles públicos y privados. Don Pruden 
cio tomaba su chocolate canonical a esta 
hora, a las seis o seis y media de la
	        
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