ideal de la “donna che non si trova” que suspiraba. Leopardi,
en la edad ingenua que promedia entre el dejar de ser niño
y el comienzo de ser hombre.
Su aparición dió creces a mi fantasía, ya harto trabajada
en mis días amargos. Escruté detalles.
Yo no había sentido rui'do de pasos; ni siquiera el roce
de ropas a la orilla del vivero.
Tampoco percibí el más leve rumor en el estrecho recinto
donde aquella mujer se entrara, por diminutos que fueran sus
pies que se me antojaron calzados con felpa.
Llegué a pensar en una gran noctuela de un abismo re
creándose a la boca de otro abismo más tenebroso.
Me incorporé a medias, y paseé la vista cerca y lejos.
Todas las sendas estaban desiertas, al igual de aquellas casitas
de la ciudad de hálitos trágicos y memorias errátiles como los
fluidos fatuos. Lo estaba yo mismo, a pesar de creerme acom
pañado de mi imaginación ardorosa. El reflejo de la luna,
ahora de un color ceniciento, hería la cúpula, y se extendía
en parte del sendero, en contraste con el prieto de las yedras
del opuesto muro.
Esta dama de noche, — me dije — sola en este lugar, a
estas horas... Cualquiera creería que había venido en andas
del primer destello, y como él deslizándose en el osario. Nin
gún eco, ni 1 un suspiro tenue. Si ahí orase arrodillada yo dis
tinguiría al menos el ruedo de su vestido.
Esperé que saliese.
¿Para qué interrumpir su plegaria íntima con una cu
riosidad impertinente ?
Transcurrió media hora.
En tanto, enormes cúmulus habían ocultado por completo
la luna.
Mi anhelo entonces se hizo incontenible, y me atreví.
Bajé del tramo, avancé con sigilo, y miré al interior.
Cada cosa estaba en su sitio. No había nadie.
La dama de noche había desaparecido.
Tal vez su vestido de telas levísimas como remos de libé
lula y tan obscuros como el cabello de su dueña se confun
dieron con la noche, y disimularon la salida fugaz a mi mi-