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—¡Ay, si los hombres bebieran de mi agua! —suspiraba
el manantial.
Después el silencio más completo entre ambos.
Un cordero que se había apartado de la majada, acerto
a descubrir, un día de ardiente calor, el agua que escondía
el peñasco, y bebió de ella con avidez, relamiéndose la
lengua de puro gozo. Aunque no era un hombre el que lo
había descubierto, el manantial se regocijó, y comenzó a
cantar haciendo sonar el peñasco con latiguillos de gotas.
Ya había servido para calmar la sed de un corderillo.
Llegaron después hasta la cisterna algunos hombres
que resolvieron hacerla útil; y para ello extrajeron toda el
agua inmunda que contenía, reconstruyeron el brocal y
esperaron que manara de las entrañas de la tierra un agua
nueva, pura, cristalina. Todo se realizó. Ya no era la cis
terna depósito de agua inmunda, sino que la suya podía
competir con la escondida en el peñasco. Pero los sedien
tos, cansados de tantas desilusiones como habían recibido,
no se acercaron más a la cisterna, que comenzó a lamen
tarse como antes el manantial. Y cuando nadie rondaba p° r
ahí, en el silencio misterioso de las cosas, que es lenguaje
para ellas, hubiera podido oirse el siguiente diálogo:
—Ya lo vez, agüita cristalina: mi agua es tan pura como
la tuya, y, sin embargo, los hombres no vienen a bebería.••
—Te creen siempre corrompida, cisterna.
Y el agua de la cisterna se lamentaba por el desden
de los sedientos...
Pero se consolaba alguna vez pensando que a
hombres les pasa también algo muy semejante, pues s 1
alguien tuvo alma corrompida y luego la purifica, los
más creen sentir todavía olores pestilentes, y no se
acercan...
Horacio Maldonado