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Al cabo debieron capitular los diezmados defensores, con
todos los honores de las armas.
El pueblo de Montevideo, se estacionaba frente a los
periódicos, haciendo animados corrillos, ansioso de enterai-
se de las peripecias de la encarnizada lucha.
Leía yo en los pizarrones del diario vespertino «La
Razón», las sensacionales noticias, cuando confundido entre
los detalles del combate y toma de Nico Pérez, después
de una larga lista de muertos y heridos, advertí algo que
debí leer de nuevo, no creyendo a mis ojos. Decía: «Un te
legrama de Milán anuncia que Florencio Sánchez murió
en un hospital de dicha ciudad»
Mis pupilas quedaron fijas durante mucho tiempo sobre
los inseguros caracteres de la inscripción en tiza. Vo no veía
nada más que aquellas palabras lúgubres que parecían
resaltar en forma extraña sobre la negrura de la pizarra,
con la concisión de un epitafio. Todo lo demás, noticias de
encuentros, nombres de prestigio guerrero, combates, muer
tos, heridos, etc., todo eso parecía haberse borrado de pronto
como por una mano invisible. _ _ . .
Sólo aquellas palabras lapidarias, brillaban a nn vista
con fulgor siniestro.
Florencio Sánchez había muerto. Había enmudecido
para siempre aquel espíritu lleno de luz y de harmonia. E
muchacho bueno y genial, el amigo y camarada, de tantas
andanzas bohemias y de idealismos luminosos, se había pai-
tido hacia la sombra y el silencio...
Y comprendí que todos aquellos muertos y que _ toda
aquella sangre derramada, en la estéril lucha civil, no
significaban sino bien poca cosa, ante esa otta muerte,
frente a la Eternidad. .
Y no sé si fué el vapor de una lagrima llorada para
adentro, sobre mi silencio interior: pero lo cierto es que
mis ojos, vieron menos luz en el ambiente, al volver a
abrirse sobre las perspectivas de la ciudad impasible, V
era como si la sombra de aquel gran muerto se estuviese
proyectando sobre el alma de la tierra solariega...