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No son tales fallas, empero, las que le reprobara con in
sistencia la crítica teatral digna de mención. Florencio tuvo
que sufrir una acusación doble: reprochósele con ahinco su es
píritu libertario y no se le censuró menos su porfiado pesimis
mo. La primera tendía a provocar el denuesto de cierta clase
que, no obstante, batía palmas al ingenio en un anhelante des
ahogo emocional. Era una tacha injusta. La segunda no pue
de ser objeto de serias refutaciones.
Hemos dicho que era injusta la primera acusación. En
efecto, ninguna especulación de secta nubla su cielo, donde
orza, preñado de tempestad, el nimbo de los tormentos mora
les. Ni aspiró jamás en antojadiza crisopeya a convertir el oro
de su arte en carbón de propaganda.
La falacia libertaria tiene su origen en las protestas que
balbucean o gritan sus personajes en derrota. Estos, fuera de
la órbita espiritual en que se agitan, no sirven ni esencial, ni
accidentalmente, los intereses particulares de ningún aposto
lado, ni siquiera de aquel “cuya alma es una sombra que todo
lo ilumina” que Sánchez abrazara con su bondad soñadora
antes de templarse al fuego lento del arte. Caben en sus obras
opresores y oprimidos. Las actitudes rebeldes de algunos de
sus tipos frente a las acechanzas de la vida no prestan punto
de apoyo a una generalización que, por lo demás, pretendiera
reducir la amplitud de sus obras a los límites siempre menores
de una pasión sectaria. Si allí soplan brisas de libertad, no
proceden de ningún conceptualismo doctrinario, sino de la más
pura y más alta resistencia al dolor.
Respecto de su pesimismo, nadie puede saber hasta qué
punto semejante acusación entraña una censura o una lauda
toria. Por lo pronto, está bien acompañado. Sobre el teatro de
Shakespeare y de Ibsen flotan sombras idénticas y andamos en
las cimas. En todo caso, el pesimismo de Sánchez obedece a la
naturaleza de sus asuntos, al ambiente en que aquellos se des
arrollan y a la lógica cabalmente humana de sus desenlaces.
Al sentir y comprender los aspectos principales de la existen
cia nacional tuvo por fuerza que sondear sus inquietudes y
definir sus pesares. Se acerca a la nativa raza declinante y el
eco de su canto como una queja ha de traducirse en nostalgia.
Escucha la romanza del colono invasor y no sólo ha de regoci-