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monia de la extremaunción, cuyo carácter simbólico nos lle
va fácilmente a los tiempos de oro del cristianismo primitivo.
El aura que forma la piadosa ofrenda del último auxilio
del moribundo, había trasportado a todos los concurrentes
a las regiones inmateriales del pensamiento.
Ya no se trataba de un héroe, sino de un místico y porque
no, de un mártir.
Sufrir la pena de morir por defender a la civilización
más amplia y progresista del mundo ¿no era efectivamente
un martirio sublime?
En el mismo momento de serle aplicado el santo bálsamo,
sobre el pecho, dijo acariciándose: “Me sentía tan orgullos»
de que el coronel me hubiese dado la cruz. Ahora tengo la *- e
nuestro Señor Jesucristo. Es aun mejor y es imprescindible
que ella sea tu consuelo, mamita”, agregó, fijándose en su
madre.
Dándose vuelta al practicante, hablóle así: “Dígales
los otros, a los que temen, ¡cuán fácil es el morir!”
Pro pairia mori. (
‘‘Sí, respondió una voz, cuando uno tiene su valor’ •
“No, repuso el sublime héroe, cuando se muere P°
Dios y por la patria”.
Esta lucidez mental tan extraordinaria no subsistió P°^
mucho tiempo aun. Comenzó el delirio. Con voz grave grU^
ba a todo pulmón: “¡por el flanco derecho, marchen... ava»'
cen... parad el fuego... ” _
Mientras el capellán recitaba el oficio de los agonizan
y decíale: “Idos en paz, alma cristiana”, tuvo un último sobr»'
arranque de vitalidad y aulló: “¡Viva Francia! ¡Viva!• • • ^
Una bocanada de sangre empurpuróle los labios. La etU
apareció por otra vez jocunda, juvenil, aniñada casi.
Había muerto. ^
Sin lágrimas, paralizada por su dolor y por un fin
elevado, la madre bajó con serenidad los párpados del hij®'
Este recuerdo sería su talismán contra la desesperad» 1 ^
Había sido ella, es decir, su indómita energía el origen ^
ese sacrificio que acababa de consumarse y por el cual s
Francia, que se decía enferma y lujuriosa, una cosa eterna
ejemplar para todos los pueblos.
Alberto Nin Frías