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EL CORREO AMERICANO
■ropa habían promiscuado sus tesoros para darnos un homb.; e
■nuevo, con inclinaciones distintas de las tres razas, pero 3in
perder ninguna de sus condiciones características. La arro
gancia española, la sobriedad del hijo de la pampa y el ardor
del hijo de los trópicos se aunaban en la masa popular de que
Monteagudo, por la singularidad de su talento, estaba llamado
á ser el campeón, apareciendo con el verdadero sello de su
clase humilde.
«Sin blasones, sin pergaminos, sin riquezas, la oscuridad
labia rodeado su cuna; empero una luz brillante iluminaba su
porvenir; ese porvenir que arrastraba en pos de sí á (asocie,
dad entera, anhelosa de independencia, y que por un momen
to confundió sus ¡deas con el ideal de aquel periodista demó
crata, bajado desde las cumpres andinas para predicar la
libertad en la cuna misma de la revolución.» (Vol. I-
páj. 59.)
V.
Hé ahí el retrato del ídolo trazado por el idólatra: hé allí
el fanatismo del sectario llevado no solo hasta el espíritu
«inó hasta Ia3 formas, hasta el rostro, el justo, la mirada del
ideal, y hé allí, consagrada por la parcialidad flagrante la
injusticia notoria; porque es un hecho consumado y universal,
que atestiguan hasta los raros admiradores que en su tene
brosa carrera encontró el tribuno tucumano. el de que tenia
■éste un aspecto físico repulsivo, una mirada feroz y un modo
de ser que á todos inspiraba alejamiento ó terror. Por su
estrnc! ura física y por su oríjen de castas, Monteagudo era
lo que se llamaba «un mulato lívido», un temperamento bilio
so, amarillento, surcado por profundas ojeras blanquecina 3
como las del semblante de Robespierre. Tenia de este el
aseo minucioso y metódico en el vestir, junto con el inquieto
y figoso ardor físico y moral de Marat. cuya alma desaliñada
y sanguinaria vivia en la suya, amasijo volcánico y agri de
■tres razas confluentes. Sábese que Monteagudo tenia e[
cuidado mas exquisito con sus uñas, detalle y propensión je-
nuinamente felina, y que como Marat vivia dentro de su tina.
Marat murió en el baño por el puñal de Carlota CorJay.
Monteagudo habia salido del suyo cuando cayó bajo el cuchi
llo de Candelario Espinosa. (1)
VI.
Refléjase esta predilección innata del espíritu en cada una
•de las pajinas fiel escritor argentino, y su ilusión patriótica
ilega al punto de ensalzar memorias que pasan hoy casi por
ridiculas, cuando colúmbralas ¡i la sombra de una bandera pa
va él justamente querida. Asi, por ejemplo, refiriendo el
gobierno corto, pero altisonante y majadero del coronel Quin
tana. cuntido durante dos ó tres meses fue Director interino
de Chile, fastidiando hasta á I03 centinelas de palacio con su
pueril prosopopeya, habla el señor Pelliza (vid. II, páj. 19)
«de la digna conducta del honorable Quintana, cuyos proce
dimientos solo respiraban prudencia y sabiduría. . .» ¡Oh! Y
ei supiera el entusiasta biógrafo argentino la idea íntima y
personal que San Martin tenia de aquel pobre figurón político
que era su tio ! Quintana filé en la revolución de Chile uno
de esos biombos de la China, medianamente pintarrajados,
que San Martin quitaba y ponia en su gabinete, unas veces
de tabique y otras veces de pantalla, pero su mérito y su im
portancia no pasó nunca mas allá de ese pobre oficio y del de
tio .. con alto pesar de su sobrino. T do lo contrario. En
la época á que se refiere precisamente el historianor argenti
no, San Martin mandó á su casa al coronel Quintana (es decir
quitó el biombo), porque olvidándose el último de su papel
(tí El retrato (fue trae el volúmcn do la obra del señor Pelliza, eonser
va el primor do la elegancia rebuscada de Monteagudo, que solo vestia de
seda, terciopelo <5 exquisitas telas, y la peculiaridad do sus unas, suma
mente largas, estilo quo nadie practicaba en esa ¿poca.
metióse á hacer todo jénero de necedades, que el gran capi
tán fustigó con la ira y hasta con la broma.
VII.
Los dos hermosos volúmenes del señor Pelliza, perfecta
mente impresos, como lo si n generalmente los libros históri
cos en Buenos Aires, solo cousagran unas trescientas pájinas á
la narración de la existencia y servicios de D. Bernardo Mon
teagudo (111 pájinas el 1 o . y 180 el 2 o .), pero en cambio ha
logrado el entendido biógrafo compilar y reproducir con es
mero, si no todos, los principales y preciosos escritos cono
cidos de Monteagudo, desde los editoriales de su Mártir ó
libre, peldaño de su fama juvenil en Buenos Aires, hasta su
famoso folleto sobre la confederación americana, utopia de
Bolívar, que él dejó inconcluso y con la tinta mojada sobre
su mesa cuando bajó á la acera para morir.
Es este un mérito notable de la obra que recorremos, y por
este solo servicio la literatura americana debería estar agra
decida al inteligente y empeñoso coleccionista del Plata.
VIII. ,
En cuanto al libro contemporáneo en horas, escrito sobre ej
mismo tema por el señor Fregeiro. y que junto con el anterior
nos ha llegado, es un hermoso volúmen de 450 pájinas; su in
terés es diferente, y á nuestro juicio superior al que le prece
de. por estas dos razones capitales I a . porque tiene mayor,
mas constante y mas límpida aspiración á la justicia, y 2*.
porque es el fruto de un esfuerzo mucho mas aventajado de
labor, de confrontación y de criterio.
El libro del señor Pelliza parécenos concebido de antemano,
á prior-i, en el espíritu; y vaciado inmediatamente en el molde
con el chorro candente del artífice, que no ha cuidado de la
pureza de la materia prima: oro, cobre, estaño, poco ha im
portado al ( brero, ron tal que la sustancia liqui la ¡a al fuego
de su pasión y de su entendimiento, baya penetrado en to las
las cavidades ríe la arcilla con antelación preparada. El se
ñor elliza ha sido estatuario y fundidor, todo á un tiempo.
Mas, no ha ido siempre por ese peligroso camino el joven
escritor que boy le disputa la palma como biógrafo de Mon
teagudo, (y decimos jóv-n porque tal nos lo apunta él mismo
en bondadosa carta), pues é base de ver desde su prólogo
que sabe poner aoarte y aq ilatar los diversos componentes
y metales de su libro.
Comienza, en efecto el señor Fregeiro, por discutir la per
sonalidad ríe su protagonista desde su cuna; y de su análisis
resulta que no es posible asegurar definitivamente cuál fué la
verdadera madre de este hombre singular, que parecia haber
sido amamantado á las tetas de una loba, como I03 fundadore s
de Roma. ¿Fué la criolla Catalina Cáceres, como lo dice
textnaln ente el padre de Monteagudo en su testamento au-
jéntico de 1825? ¿O lo fué la llamada Luisa Asmaya, Ama
ya ó Anu iya. cemo lo dice esta misma en su testamento, au
téntico también, encontrado y exhibido en la ciudad del Tu-
cuman hace solo do3 años por el escritor argentino (lorostia-
ga? ¿O nació »n la Paz do madre sierva, libreó liberta, co
mo lo decía ayer un diario de esa ciudad, y como lo sostenía
en Lima en 1860 su apoderado y legatario don Juan José
Sanatra. acaudalado comerciante argentino? ¿O todavía es
verosímil la tradición de la revuelta zamberia de Lima, que
hace limeño al que fué su azote y murió á manos de un zambo
y de un negro ?
Misterio indeciso todavia, si bien la ley habría de aceptar
como el mas válido de todos esos testimonios el reconocimien
to explicito del padre en 1825.
IX
351 señor Fregeiro, cuyo libro está enriquecido con cente-