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Crónica
¡Si! morir. Darte mi muerte. Mi vida
no vale nada... Dios ¡Cruel!
La infame multitud... ¡qué horror!
Aplaude al verdugo... ¡Miserable!
¡Todos! ¡Malditos sean! Miserables!
Mi Carlota ... La sangre ... Dejad
me, dejadme ... Quiero beber. Es mía.
¡Mía!
¡Canallas! El cuerpo... ¡Oh! Dios
mió.
¡Padre! ¡Padre! Allí está... Mirad.
Me sonríe. Me llama ... Esos ojos...
Ya voy.
Adan Lux se precipitó contra la pared.
Cayó de rodillas. Lloraba ... solloza
ba ... gemía.
El sacerdote cubriéndose la cara con
las manos, también lloraba.
—Padre ...
—Hijo mió.
—No puedo... ¡Oh! qué cruel.
—Dios vé tu dolor.
—Padre ... Dios es bueno.
—Es la bondad.
—Mañana... Hoy mismo.
* * *
El reloj de la prisión dió las cuatro.
Adan Lux se incorporó. Enjugó sus lá
grimas.
—Padre ... Cuando Carlota murió
¿estabais allí?
-Sí.
—Era hermosa. ¿Verdad? Bella, pero
muy bella.
Dios quiso verla. Apartó las nubes y
la miró ...
Fourquier es un idiota. El Tribunal
un manicomio. No me querían matar.
Yo les amenazé.
¿Sabéis? Carlota tenía un lunar en el
cuello. Una mancha negra. Chiquitita.
Muy hermosa. Cerca de la barba.
Y las manos. Y la boca... Es un
ángel, Padre.
El verdugo es un mostruo. Mató á
una diosa.
Y, ni siquiera tuvo el valor de matarse
después.
—El alba ya llega. Oremos.
—¿Y esa campana?
—Tocan á muerto.
—Es por mí. Oremos.
Se arrodillan. Una ténue claridad, tiñe
de rosa la cabeza blanca del anciano'.
El sirio se consume. Su luz desmayada,
sonambuliza la palidez del crucificado.
—¿Estáis preparado?
—Sí, Padre.
—Que la bendición de Dios, sea con
tigo. Yo te absuelvo, en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu. Levántate.
—No, Padre. He dado mi alma á Dios.
Dejadme ofrecer mi vida á Carlota.
Divina Carlota, hoy termina mi vida.
Pobre vida sin caricias. Sin besos. Sin
placeres. Vida anónima y triste.
Voy á tí por el camino de la muerte.
Recíbeme. Nuestras almas son hermanas.
Ya nada quiero. Nada espero. Soy
huérfano. Estoy solo. Espérame.
Se oyó ruido de pasos. La puerta del
calabozo se abrió. Los soldados en
traron.
—¿ Adan Lux ?
—Aquí estoy.
—Llega la hora.
—Estoy pronto.
—Vamos.
—¡ Voy!
—El verdugo espera.
—Gracias. ¡ Al fin! Dios mió.
Se oyó un sollozo. El anciano sacer
dote lloraba. Su alma desierta y yerma
floreció. En aquel minuto sentía quien
sabe qué vagas nostalgias.
Leopoldo CENTURIÓN