Crónica
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¿Cuánto duró aquel silencio? Ellos
no lo midieron. Pero avanzando la no
che, entró Oliva extrañada de no oir nin
gún ruido en la habitación de su ama.
Al entrar los vió de pié, al lado del fue
go que se apagaba. Monsieur de Ma
rigny se estaba poniendo la capa. Iba á
marcharse. En cuanto á la Bellido, pe-
guía impasible.
Alumbre á monsieur de Marigny—
dijo á la doncella—, y al volver tráiga
me una cajita de madera de sándalo que
está en mi alcoba.
Monsieur de Marigny siguió á' la Oli
va en una disposición singular que sólo
conocen los hombres que han roto con
lo que constituyó mucho tiempo su ilu
sión.
La doncella volvió con la cajita.
-Encienda el fuego—dijo la Bellido,
abriendo el precioso cofrecito.
Sacó de él un dije de oro. Contenía
un precioso retrato de Marigny.
El fuego llameaba, gracias á la Oliva.
Entonces la Bellido, con un movimien
to de pantera, arrojó á la lumbre el dije.
El oro se fundió, pero como si el re
trato hecho cenizas no hubiese ardido
bastante pronto, cogió la barra de hie
rro de la estufa y golpeó con furia el
lugar en que había desaparecido, rom
piendo y haciendo saltar el carbón en
cendido. ¡Cosa inaudita! La Bellido
volvía á estar otra vez bella. La trenza
de sus cabellos se había desprendido y
caía sobre su espalda. El fuego era pá
lido comparado con el que despedían sus
ojos.
La Bellido seguía dando golpes ... Por
un hecho parecido fué considerado como
loco lord Byron por la sagaz y razona
ble Inglaterra; pero la doncella no era
inglesa. Servía á su ama desde hacía
cuatro años, y observó aquel acto ca
prichoso, en silencio y sin estupefacción...
Había visto otros, sin duda.
—Señora—dijo cuando la Bellido ter
minó su destrucción—, monsieur de Ce-
risy espera á usted en el salón.
—Que espere ó que se marche; quie
ro pasar la noche aquí—contestó la so
berbia española.
Luego sacó de la cajita que había que
dado abierta, un frasco. Lo destapó y
bebió de una vez lo que contenía.
Pero, señora — dijo la sirvienta —
ese caballero está impaciente desde ha
ce dos horas. Ha preguntado dos veces
por usted .
—Pues que se marche—dijo con alta-
neríarS soy libre, no obedezco ya á nadie.
Al decir esto se acostó en el diván.
VI
LA CURIOSIDAD DE UNA ABUELA
Madame de Flers recordaba las pala
bras de la condesa de Artelles. Todavía
no había tenido, como pensaba, ninguna
explicación con su futuro nieto. ¿ Por
qué esperaba? ¿Se había desvanecido
la esperanza que tenía al principio de
esclarecerlo y saberlo todo? ¿Había re
nunciado á ello? Aún cuando hubiese
querido olvidar las confidencias de su
amiga, no hubiera podido hacerlo con
una mujer como la condesa, que la pro
metía detalles ciertos sobre las relaciones
entra la Bellido y Ryho.
Por otra parte, madame de Flers no
dejaba de reconocer que tales relaciones,
si existían, expondrían á Hermangardaá
una de esas desgracias para las cuales el
mundo no tiene más que ironías crueles
ó una falsa piedad.
Madame de Artelles, por su parte, no
consiguiendo obtener aquellos informes
que prometía constantemente á su ami
ga, temía que la indulgente marquesa vol
viese á dudar de ella. Como se ha visto,
el hurón de la condesa de Artelles, mon
sieur de Prosny, no había conseguido
lo que deseaba. La Bellido no pareció
herida en su amor al saber el casamien
to que, según las previsiones de la con
desa y del vizconde, debía hacerla lanzar
gritos de águila abandonada. Desde su
primera visita, monsieur de Prosny había
vuelto á casa de la «criatura», como de
cían aquellos aristócratas de nacimiento,
y de hipócrita moralidad; pero con el
tacto que poseía en un grado eminero»