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Crónica
EL EMAHORADO DELAS PIEDRAS
oasr? poyada en la balaustrada de
wÉm Mirtha espera. Hay
WxPá en sus ojos de un verde líqui-
do, de un verde claro de es-
‘ "*■ meralda, la lujuriosa floración
de las almas bravias.
Paseó su mirada por la terraza y
murmuró:
—¿Dónde estará mi amigo.
Impaciente, con brusco ademán de
histérica, estrujó entre sus finos dedos
de aristócrata una soberbia rosa roja.
Los pétalos al caer sobre el vestido
de seda color perla, se adhería for
mando coloraciones rosadas. Eran
manchas, peço manchas perfumadas.
—Es la hora en que mi pobre filó
sofo, me suele hablar de sus visiones
y cuando habla se transforma. ¡Que
inmensos delirios se agitarán en su
mente! Cuando se reclina en mi
hombro para besar mis rubíes, mien
tras mis labios se posan sobre sus
grandes ojeras, siento una febril im
paciencia que no me explico. Siento
deseos de llorar. En esos momentos,
yo vivo sus ensueños y veo los espec
tros y lloro sin saber por qué.
El adora mis rubíes y mis esmeral
das. Mi padre dice que es un loco,
yo no creo ¡es tan bueno mi primo!
Flavio tiene algo de la demencia de
un dios.
Así pensaba Mirtha, mientra un
crepúsculo color rosa se insinuaba en
el jardín de la espléndida terraza.
Un rumor de mar inquieto, de mar
que sufre y ruge, llenaba el ambiente
de aquella tarde. En la playa y en la
lejanía inmensa, el agua verde sucio,
se contraia con impaciencia de neuro
sis. Y era incurablemente triste la
infinita ondulación verdosa, y el azul
brumoso del cielo.
Mirtha esperaba la visita de un
varón. Su carne de virgen, carne de
R (Tliguel Rceueúo
leche y polvo de rubíes se estremecía.
Su boca intensamente roja, con sus
labios finos acarminados de sangre
tibia, se fruncía con impaciencia y
deseos de vibrar.
Flavio no venía. Su demencia tenía
caprichos de soledad, Próducto exóti
co de una filosofía de perverso egoís
mo, buscaba e1 silencio y el coloquio
insonoro con e1 alma de las cosas.
Misántropo, por la adoración frenéti
ca de su propio yo, se alejaba de los
hombres. Buscaba en las piedras in
mutables y misteriosas el secreto de
su solemne inmovilidad.
Su locura provenía de la traicionera
caricia de los paraísos artificiales. El
bebedor de eter, siguió a su maestro
Maupassant. Huérfano de tibiezas ma
ternales, buscó en su prima el poema
del eterno cantar. Su padre inmensa
mente rico, se ocupaba más de las
joyas de sus queridas, que de los
veinte años enfermos y desequilibra
dos de su hijo.
Mitha sonrió. En la escalera de la
terraza apareció Flavio. Su rostro
pálido, con palidez de miticismo, ha
cía fulgurar más la diabólica negrura
de sus ojos.
—Soy un dios—dijo—Y 1os dioses
no tienen patria porque son inmensos.
Mi patria soy yo mismo, fuera de mí
nada existe. Soy el círculo y el punto,
la gran miseria de la Nada y el Todo
cósmico proyectado por mi mente.
Soy un Jesús enfermo dé orgullo.
Vivo dentro de una forma de pen
samiento. Soy la causa del Universo
y el efecto de mí mismo. Hay en mí
un Dios, pero un Dios muy humano
y muy loco.
Llegándose hasta Mirtha, la miró v
luego sonriendo:
—Mirtha, que bella estás — dijo —