Crónica
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Tienen tus cabellos de un rubio de
tinte viejo, polvos de topacio mezcla
dos con oro líquido. Eres un poema
de belleza maligna, Mirtha, un poema
endemoniado que pervierte mi gran
filosofía.
—Te esperaba Flavio. EsJa hora en
que solemos reunirnos.
—Llámame Theos. Déjame besar
tu cuello de sacerdotiza de la luna.
Es tu epidermis un tejido más suave,
más divino que el Saimph de Tanit.
Eres mi Salombó, Mirtha, la Salombó
que acaricia y aduerme una serpien
te. No romperé tu cadenilla de casti
dad, porque soy un Dios y los dioses
no conocen la voluptuosidad de la
lujuria.
Ah! esos rubíes. Te amo Mirtha
por ese collar ensangrentado, collar
de oro y gotas de sangre; por tus
rubíes triunfantes que parecen heri
das frescas sobre carne de niño.
Te amo, porque en tus ojos hay la
elocuencia de los zafiros. Hay colora
ciones de agua mansa en tus pupilas,
cuando sonríes. Y esmeraldas licua
das con tonos de ajenjo puro, cuando
brillan ebrios de perversidad.
—Me amas solo por eso, Flavio. Lo
sé y sufro.
—Gritos de carne, gritos rojos son
tus carbunclos. En tus labios se licua
ron, Mirtha, se licuaron, por eso es
maligno el beso de tu boca. Beso
helado como el alma de las piedras.
Mirtha abandonó su cuerpo sobre el
marmol. Bajo la seda color perla, in
sinuó sus líneas la comba de un torso
incitante, torso de mujer joven. Su
mano, 'como soberbia camelia abier
ta, se apoyó con desgano en el hombro
de Flavio. Ambos guardaron silen
cio. Mirando fijamente la inmensidad
verdosa del mar, sintieron tristezas
extrañas. Poco a poco fueron palide
ciendo. La profunda y complicada
psicología del enfermo, fué unificán
dose hasta girar alrededor de una
incurable apatía.
Abstraíase con enojo, con dolorosa
renunciación. En tanto, la mujer sen
tía la triple emoción de triple caricia.
Su carne rebelde, no veía sino
carnes angustiadas de placer, en la
ondulación lujuriosa de las olas. Sus
dedos se crisparon sobre el hombro
del varón. Su pecho se agitó, y un
suspiro rompió el encanto de sus
labios cerrados.
Flavio se estremeció.
—Yo saludo a los espectros—mur
muró—Son almas anónimas de un
país de crepúsculos eternos. Almas
buenas, como besos, como notas, como
flores. Almas trágicas como noches
de pasiones. Yo las adoro.
En las horas yertas de silencios,
cuando flota sobre la tierra el insano
delirio de las tinieblas, oigo la música
insonora de sus voces. Me hablan
tristemente de un país donde se cuaja
el pensamiento.
Espectros, ¡espectros! alejaos. De
jadme solo. Llevo en el cerebro un
so! inmenso. Un sol que viene de
Dios, porque yo soy un otro Dios.
Una carcajada delirante, histérica
atravezó el silencio.
—¡Flavio! gritó Mirtha, abrazándole.
—¡Mirtha! Mirtha, te detesto. Huye
de mí. Floración de carne, fruto de
lujuria ¡vete! Vampiro que chupas
con tu boca maldita, mi carne de pie
dra — gritando — Quiero tu sangre
Mirtha, quiero beber. Rompe tus ve
nas y dame el vino de rubí. Tengo
sed de cosa amarga. Tu eres amar
ga como la coca.
—Así te quiero Flavio — gritó
Mirtha, desgreñada, palpitante con la
boca entreabierta y seea—Eres un
dios.
Con furia de poseída, apretó contra
sus senos duros y punzantes la cabeza
de Flavio.
—Dame sangre. Estruja con tus
manos de ágata tus venas de zafiro.
Quiero bañarme en líquido rojo.
Toda la contenida y sombría lujuria
de las piedras siento palpitar dentro
de mí.