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Crónica
nunca mía... ¡Mía! Cuanta dalzura
trasunta esa divina palabra. A veces
pienso en la muerte. Pero, tiemblo
al imaginar la inmensa nostalgia que
sentiría mi alma, de tus ojos, de tu
voz, de tus sonrisas y de tu blancu
ra...
—No hables así... Me haces mal...
¡Mía!... ¡Mía!
José aprisionó entre sus manos, la
pequeña y fina de Margarita. Todo
su cuerpo temblaba. Sus ojos negros
se cuajaron de puntitos rojos. Una
terrible palidez cubría su rostro.
Y sobre la seda de la blanca mano
dejó la huella de un beso cálido.
Ella suspiró dulcemente, murmu
rando:
—¡Rogelio!... Mi Rogelio.
Un grito de animal herido se esca
pó de la garganta de José.
Margarita le miró asustada. Vió
fulgurar bajo las negras pestañas dos
ojos incendiados. Las manos crispa
das, terrible en su trágica actitud
avanzó hacia ella José.
—¡Pedro! ¡Pedro!
Aquí estoy, hija mía—como una
súbita materialización apareció el an
ciano.
—¡Miserable! —gimió José—Ya nada
me queda.
—¿Y tu juventud? -repuso Pedro.
—¿Y el desengaño? ¿Hay algo más
cruel?
—Sí murmuró Pedro Despertar
recién al amor cuando ya se tiene
olor a sepultura.
III
La sombra impaciente asaltó la
llanura. De la selva vecina, surgió
un murmullo de suspiros y de risas;
el viento gemía entre los árboles su
vieja cuita de amor.
José, inmóvil como un cuerpo sin
alma, lloraba en silencio su angus
tiosa desolación. Sentía frío, un frío
que mordía con dientes de hielo la
carne de su corazón.
¡Perder a Margarita! No. No era
posible. ¿Puede acaso vivir una flor
cortada, si ya no tiene savia que la
alimente?
¡Gran Dios! ¿Por qué tanto dolor?
Su alma había ascendido la cuesta
del amor, en busca de la fuente sa
grada. Llegó sedienta y en vez de
agua encontró la amargura de la
hiel.
«¿No soy acaso como los demás?—
pensó—¿Seré siempre yo la víctima?
La conciencia de mi deformidad
¿no es suficiente dolor?» Y, mansa,
felinamente se apoderó de su espíri
tu una idea roja como la sangre.
¡Venganza! ¿De quién? Amaba a
Margarita como se ama a Dios. Co
mo la flor busca el beso del sol, ese
beso que luego quemará su alma.
Como la tierra que se resquebraja de
sed ama al torrente que la inunda.
¡Margarita! Su flor, su rocío, su luz,
su capa de trovero errante... Y José
lloraba licuando su alma en lágri
mas ardientes.
¡Rogelio! Oon qué profunda emo
ción pronunció ese nombre. Ella le
amaba. Rogelio era hermoso. Pero
¿tendría suficiente alma? ¿Sería capaz
de entregarse todo entero, de no re
servarse nada, de sacrificarse por
una sonrisa?
«¡Oh! yo me humillaré. Sabré con
moverla. Estrujaré mi corazón y mi
orgullo. Y ella volverá a mí, porque
sabrá ya entonces, de cuantas dulzu
ras soy capaz »
«¿Humillarse? Estoy delirando. ¿Có
mo pude pensar una palabra tan
odiada?»
¡Margarita! ¿No hablaba él, de sa
crificio? ¿Sería digna, ella, de una
grande y suprema renunciación? Pe
ro ¿y el otro?
Imaginó ver a Margarita, magnífi
ca de pudor, estremecerse en los bra
zos de Rogelio. Entregarse a sus ca
ricias. Recibir en su boca virgen, la
vibración de otra boca.
«No será mía... Nunca... Nunca.
Y yo que la adoro, no sabré jamás
de sus caricias. Nunca.»