Crónica
so, alzó su alma augusta, arrogante
y libre, nó como sacrificio, sino como
consagración.
—Mi Dios,—volvió a repetir Alaida
apoyando en la Trente del artista su
mano blanca y fina y pequeña, en
cuyo dedo medio fulguraba su lu
juria un sangriento rubí.
Gerardo besó largamente aquella
blanca ofrenda. Recorrió con su bo
ca la muñeca hasta el hoyuelo lecho
so del codo y tejió alrededor del
brazo un cálido encaje de besos que
tornó irritable la suavidad de malva
de su epidermis.
Un silbido agudo ondeó en el aire
como una cinta de sonido. La loco
motora jadeante fue reteniendo su
carrera poco a poco, hasta detenerse
por completo, después de una brusca
sacudida de todo su cuerpo de hierro.
Un empleado vino a abrir la por
tezuela del coche. Descendieron.
—¿Un poco de champagne?
—Bueno Tengo sed.
Y abrazados, felices, olvidando la
tortura interior, con las cabezas jun
tas, bebieron cada uno en sus copas,
la rubia bebida espumosa.
Aquel cuarto de Hotel, amueblado
con elegancia mundana, con sus
grandes colgaduras de encajes, con
sus espejos y cristalerías, daba la
sensación de un riente baudoir de ar
tista.
En el centro, una mesa de mármol
rosa, sostenía un jarrón de Sévres,
con relieves de escenas galantes. En
una fuente de metal bruñido, las ro
sas manchaban la blanca castidad
de las sultanas.
Los globitos de luz eléctrica, con
pantallas de cuentas de vidrios colo
reados, importunaban las pupilas.
—¿Más champagne?
—Como quieras.
—Tiene el mismo color que tu ca
bello.
Las bocas húmedas y cálidas y an
siosas se juntaron, con una avidez
profunda... irresistible, largamente,
voluptuosamente. Los ojos de Alaida,
se cerraron perezosamente, dejando
escapar entre la penumbra de las
pestañas la perversidad ingenua de
su mirada verde.
¡Oh! esa mirada glauca, terrible y
tentadora. Mirada que acaricia, que
promete sin entregarse nunca, dia
bólica a ratos, mística a veces, pero
siempre torturada.
—Me hace mal, esa luz. Gerardo...
Me hace daño.
—¿Quieres que pasemos a tu habi
tación?
—No sé...
—Dime que sí. ¿Oyes Alaida? Dime
que sí.
Titubeó un rato. Luego arrojándo
se a sus brazos, le ofreció de nuevo-
la roja tentación de sus labios.
¡Ah! esos besos sabios, besos ple
nos de alma y de cuerpo que se en
trega... Vibración de dos bocas jó
venes en la espléndida floración de
la santa, de la única voluptuosidad.
—¿Quieres que te lleve?
—Si... llévame... no tengo fuerza.
Languideció en sus brazos. Suave-
mente la condujo, ebrio, aturdido, as
pirando el perfume de violetas de su
vestido y el mareante olor de su se
no i n tocad o.
-Mía... Mía ..
La alcoba a media luz, dejaba ver
la irritante blancura de la cama. Cer
ca, una otomana acolchada, decía el
poema de la eterna tentación.
Alaida, con movimiento de histérica:
abandonó los brazos yendo a refu
giarse en la otomana, toda temblo
rosa.
Era tan hermosa, tan frágil, tan
humana en su actitud de vencida...
Había en ella todo el desmayo vo
luptuoso de su completa renunciación.
—Alaida, — murmuró, acercándose
—Mi divina, mi única. Dame tu al
ma, toda tu alma.
Perfectamente desnuda... Sin velo,,
sin rubores como un triunfadorai
Quiero ser tu dueño, tu creador ..
Ríndeme tu yo, en un dulce vasalla
je. Sé para mi la Mujer, la flor he
cha carne de la mitad de mi espíri
tu...
Escúchame... Te amo tanto. Quie
ro moldearte... no sé como te diría,
soy un ignorante. Quiero tu verdad...
¿Entiendes? Toda tu esencia brinda
da en un beso...
Ella, le. miró... ¿Hay algo más bello?
Besó sus pies, no como amante,
sino como esclavo. Sentía un raro
placer en sacrificarse, en darse todo,,
sin reservarse nada.
Ella se incorporó ruborosa.
—No... No... Basta.
—Siempre... Siempre.
Quería prolongar su tortura. Sen
tía miedo al fin, no quería llegar al
término... su pobre alma huérfana
temblaba, sin saber por qué, presin
tiendo un algo inevitable y cruel.
—Alaida, ven tú hacia mi.
Se levantó. Con los ojos fijos en
el suelo empezó a desabrocharse len-