s
VIDA MONTEVIDEANA
Pamplona, Vitoria, León, Palma y otras
ciudades,Íes enviaré torrentes de oro y haré
aparecer en ia escena sus mejores poetas,
emperadores, historiadores y geógrafos.
Itálica les regalará á tres emperadores emi
nentes, Trajano, Adriano y Teodosio y al
peregrino poeta Silio; Calahorra, al retórico
Quintiliano; Córdoba, al eximio Lucano y á
los dos Sénecas; Cádiz, al ilustre agrónomo
Columela; Calatavud, al divino Marcial; Za
ragoza, al sinpar Prudencio; Algeciras, al
incomparable geógrafo Pomponio Meló, y
Iarragona, al erudito historiador Orosio.
De esta manera me conquistaré el honro
so titulo de generosa é hidalga á que con
vergen todos mis actos y aspiraciones. Sea
cual fuere el cariz que presenten los aconte
cimientos futuros, jamás consentiré que la
más leve mancha afée la excelsitud de tan
hermosos timbres y empañe el brillo des
lumbrador de mi corona de gloria.
(Continuará ).
Francisco de Asís CONDOMINES .
TU Y YO
ÍBECQUERIANA)
Eres la brisa que va rielando
El negro lago de mi existencia,
Yo soy la sombra que va buscando
El ser que tenga divina esencia.
Eres arpegio dulce sonido
Del harpa de oro de una sirena
Yo soy murmullo, soy el gemido
Que el mar escala sobre la arena.
Eres la estrella que en el pantano
De mis pupilas fiel se refleja,
Yo soy la nube que en el verano
De tus miradas se desmadeja.
Eres corola que se marchita
Si con sus rayos la hiere el Sol,
Eres la llama que el viento agita
Yo la alimento... soy alcohol.
Eres meteoro que va surcando
Del cielo inmenso, su inmenso tul,
Soy hoja seca que va rodando
Sobre las ondas de un rio azul.
Siendo yo nube serás mi cielo,
Seré la aguja, sí tu el imán, ’
Sí eres el polo, seré yo el hielo,
Si eres.el fuego, seré volcán. . .
Otto Miguel CIONE.
Montevideo, 15 de Octubre de l§97.
I Cesante!
Elementos de novela
por
Pedro C. Miranda
I
¡Don Casto!... ¡La señora Cecilia!...-
Se los presento á ustedes... {No los cono
ce 11 ■ ■ Son casados, viven solos, sin fami
lia, sin hijos, sin perros, ni gatos, ni loros...
Una parejita tranquila^ feliz.
Así diciendonos á varios muchachuelos,
mi abuela la señora Ana, una anciana deci
dora y dueña de una buena fortuna, nos pre
sentaba, cierta vez, á dichos esposos, sus
inquilinos, modelos de honradez y puntua
lidad en el pago del alquiler mensual. Esto
acontecía, allá en mi niñez, pero lo recuerdo
como si fuera ayer. Todos los primeros del
mes, ambos esposos, iban á saludarla y
abonarle los alquileres. De alli data mi co
nocimiento con ellos.
AI marcharme á la escuela, con mis libros
debajo del brazo, sólo ó acompañado de al
gunos otros colegiales convecinos, encontrá
bame á Don Casto en camino para la oficina,
quien nos saludaba afectuosamente. A la sa
lida, de la escuela lo volvía á ver, regresando
á su casa muy ligerito, casi siempre con las
manos llenas de enyoltorios.
La señora Cecilia, rechoncha, con su cara
pecosa, con sus ojos grandes y saltones; con
su boca inmensa que abría de oreja á oreja
para reírse; su barba semi-cuadrada, con
pelillos que le daba aspecto de gata, era la
más feúcha y lista entre las del bello sexo,
tan parlanchína, que, hablaba seguido, se
guido, sin atadero de loque decía, pregun
tándose y respondiéndose á si misma, sin
atender al interlocutor.
Don Casto muy altoy flaco, consu pescue
zo de grulla, sus pocos pelos cortados al
rape, con la barba sin rasurar, sus bigotejos
caidos; la nariz gruesa y morada como una
berengena madura, con sus largos brazos y
piernas, era el más cachagudo y flojo entre
los del sexo fuerte, el hombre más callado,
que sólo hablaba lo indispensable para
hacerse entender, con pausas prolongadas,
continuos gestos y ademanes y llevándose el
índice á la altura de la nariz.
Aun me parece verlos. A la señora Cecilia,
con su falda corta de generillo de color café,
su basguiña descolorida y raída; sus altos
rodetes de pelo colorado; arremangada has
ta el codo, con la escoba en la mano, ó un
plato ó un cubierto, haciendo chillar fuerte
la suela de las zapatillas sobre las lozas del
pátio en sus continuos correteos de las habi
taciones á la cocina, ocupada siempre en las
domésticas faenas. A don Casto, liado su del
gadísimo cuerpo en un viejo robe de chambre
todo desguarnecido y lleno de agujeros; en
la cabeza un gorrete'de lustrina negra des
gastado por el uso; los pies metidos en unas
longitudinales zapatillas de paño, todas des
cosidas ¡sentado en un antiquísimo sillón,
con las piernas cruzadas, enroscada como ser
piente la una en la otra, leyendo el diario ó
alguna novelilla; ó sino con el cuerpo encor
vado, la cabeza gacha, las manos metidas
entre las rodillas; su mujer al lado, con los
brazos en jarra; él, paciente, callado,, sin
decir esta boca es mía, soportar todo lo que á
ella se le venía á las mientes decirle, así á
tontas y á locas, soltando pregumas que se
respondía á sí misma según tenia por cos
tumbre.
Para ta oficina y la cJ.le, Don Casto cam
biaba sus prendas de entrecasa por una levi
ta de color barroso, que en tiempo frío cu
be 1 ^ con un gran gaban gris, á cuadros;
chaleco de grandes solapas cruzadas, panta
lones con rodille - as y llenos de manchones;
corbata negra’arrollada al cuejlo de la cami
sa una porción de v ce y,; cada con un soío
nudo y las pumas fio.antes; budinera difor
me y de alitas cridas; botines de punta cua
drada, muy anchos á causa de los innume
rables callos, que en invierno se le compli
caban con sabe ñones, haciéndole cojear y
proferir lasó meros ayes al caminar.
Era empleado público; un pobre emplea-
dillo de esos de miserable más que modesto
sueldo, que no Ies basta para la subsistencia
de los treinta ó treinta y un dias del mes. Su
haber, por mas que economizara en la coti
diana manutención y en otros gastos, u,na
• bicoca, la compra de algún trebejo domés-
ó prenda de uso personal, no alcanzaba á
cubrir los gastos de las tres, cuartas partes
del mes. La última se la pasaban sin una
monedá del dinero del sueldo. En ese cruel
lapso de tiempo vivían al fiado. Para honra
de ellos-, debo advertirles, que no tenían
acreedores. Pagaban sus deudas religiosa
mente, en cuanto les caía dinero en mano.
ETreloj.de plata de Don Casto ( una verda
dera antigualla) alguna levita ó pantalón, ó
prendas de la señora Cecilia: fundas, almo-'
hadones, alhajillas antiguas, adornos ma-
marrachescos, todo, todo se convertia en
dinero en el periodo infausto de la escasez,
yendo á parar poco á poço á la tienda de
algún ropavejero. Allí permanecían hasta la
fecha en que Don Casto recibía el abono
del nuevo haber. ¡ Fecha memorable, glo
riosa, de lujo, de derroche!... Comían
fuerte ; una verdadera lista de hotel : sopa,
bifteh, fricando, bayonesas; postres selectos
de frutas y confituras; buen vinillo; café
superior... Don Casto llevaba algunas em
panadas de la confitería; perdices al horno
¡ oh, perdices! (la pasión de la señora Ce
cilia) que hacían morir de deseos de comér
selas por el camino al bueno de su marido
y á ella dar rienda suelta á su charlar desa
tinado, mientras desenvolvía el paquete.
Salían á luz los objetos empeñados, los más
indispensables ó servibles, quedando los
demás en la casa de préstamos. Después de
los regocijos y festines, volvían las privacio
nes, el cuarto de mes, fatal, angustioso,
lleno de apuros, de contar con los dedos, los
días, las horas, los minutos que faltaban
para llegar al venturoso instante del cobro
del nuevo haber! Sin embargo, vivían con
tentos; se creían felices. No tenían más an-
biciones; no entreveían una vida mejor en el
mundo. Aq.uella le parecia la mejor en el
mejor de los mundos. ( Continuará).
JESULe»!
Estaba recostada en un árbol, cerca de
él la seguía rumorosa la débil corriente del
ceibal serpeando por intrincados laberintos.
Lánguidamente contemplaba esa escena
apenas iluminada con los escasos rayos dei
sol; en actitud meláncolica, con la cabeza
baja, con penumbras en el alma que corres
pondían á las penumbras de la natura, soña
ba {en qué? no lo sabía, pero lo cierto era
élla en aquel instante parecía estar con el
espíritu agitado por crueles sufrimientos,
amargas decepciones. ¡ Qué hermosa estaba!
Su bello rostro y todassus delicadas faccio
nes adquirían ese tinte indefinible de nos
talgia que embarga de continuo á los cora
zones que aman, con ese amor puro tan
peculiar en las almas generosas. Su físico
pálido contrastaba con la hermosura de lo
intelectualyde lo moral, que trascendiaen sus
ojos lánguidos, en su mirada amortecida y
en su estado de contemplación infinita.
Pasó algún tiempo, mi corazón-necesitaba
llenar el hondo vacio que existía desde
aquella feliz tarde de dulce recuerdo, era’
indispensable alcanzar ía felicidad soñada
tantas veces. Guiado por esta idea me lancé
al insondable mar de las aventuras amorosas
en busca d£ aquel ángel que había hecho
sentir la primera sensación de amor.
Porjándome mil deliciosas quimeras em
prendí el viaje por senderos cubiertos de
violetas y pensamientos. ¡Infeliz! los sueños
dorados pronto se disiparían y las flores pre
ciosas que no babia recojido en el camino
para que allá cruzando los suaves lindes de
la existencia, cuando el alma necesitase de
esa fortaleza contra el mal, esa resignación 1
que es "el bálsamo azul en el seno de la
noche fría y misteriosa, es el rayo esplen
dente en el sombrío espirar de la, vida sen
tiría su falta para atenuar en parte los con
tinuos sinsabores que á cada pasó se ofre
cieren éim.posible seriad poder recuperarlas.
Todo se desvanece; así como el alba os
tenta úfanosos rosados encantos con toda
su espléndida ..belleza y se disipan en un-
momento ante la aparición de los rayos del
astro rey, así también nuestras doradas ilu
siones son tronchados por el rudo golpe de
la desgracia, que nuestro triste destino nos
depara.
Bendigamos ese sueño, esa aurora de la
vida que el Creador ha querido premiar la
amarga jornada del hombre sobre la tierra,
siendo como un lenitivo' á sus muchos do
lores que á porfia le brindan los terribles
embates de la existencia.
Venancio PA1VA,
Intérnalo Normal de Varones,
Montevideo, Octubre 17 de 1897.
Establecimiento gráfico á vapor. Convención, 82.