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VIDA MÒNTEVIDEANA
dió un empellón á la vieja, tirándola por
tierra, y á pasos largos se encaminó en bus
ca de su caballo que andaba pastando suel-
3 to á una media cuadra de allí.
Pedro lo montó y coa movimiento ner
vioso de hombre sumamente agitado, clavó
despiadado en los hijares de su pingo las
espuelas nazarenas, haciendo que éste par
tiera veloz. La bruja que se había incorpo
rado asomtdaá la puerta del rancho lanza
ba hácia el gaucho dolorido miradas llenas
de rencor, en tanto que pronunciaba pala
bras incoherentes que podían traducirse en
horribles juramentos y maldiciones.
Cuando el sol ocultándose inundabt á la
tierra con sus tintes de oro último, á esa ho
ra en que en nuestras campiñas solo se
respira brisas impregnadas de agradables
perfumes, llegaba Pedro, agitado, tal vee
más que su caballo, jadeante y sudoroso, á
la Estancia de González.
La peonida, en alegre círculo, r estejabacon
6 risas los cuentos que Don Dionisio- un gau
cho vejancón, alegre y espiritual—les conta
ba, saipicados con los chistes de su inacaba
ble repertorio criollo, mientras el mate
pasaba de mano en mano.
Sin apearse Pedro, preguntó por Manuel
á un tapecito que mirándolo no sin estrañe
za le dijo que había salido hasta la pulpería.
Dió de riendas para tomar ese rumbo, cuan
do vió al que buscaba.
Al verlo, sintió hervir en sus venas su
sangre criolla; sus ojos centellearon y como
ya Manuel se acercaba y el no podía domi
narse rompió su horrible silencio convidán
dolo con voz alterada á apearse, pues tenia
que hablarle.
—Venia á verte Manuel, porque tengo que
hablarte.
— {Si? pues entonces, cuando quieras...
—Venia á saber si fuistes tú el cangalla que
le hizo echar daño á María Gutiérrez.
—¿Yo? no sé porqué; ¿acaso me ocupo yo
de ella más que de naides?
—¿Con que entonces negás? Es que no te-
néscoraje ¡bandido!, pa aguantarlo quehicis-
tes.
—Yo...Te digo la verda...yo nó!
—¡No mientas trompeta!; ni seas sinver
güenza pues yo se que fuiste vos el que en
cargó á la negra Gumersindo el daño pá
María.
—Guano mira, te viá decir... yo fui... es
cierto pero no creí...
—¿Y por qué hicistes eso?
—Te viá decir, pues porque quería á Ma
ría... que ella hrbía sido novia mía... pero
cuando vos caistes al pago me dejó á mi,
por atenderte y eso á mí no me gustó...Me
dió rabia.
—Con que entonces confesas que hicistes
eso y que lo hicistes porque no tenias coraje
pa medirte conmigo; ¡gaucho maula! ..
—Miró Pedro... que-no aguanto que me
insultes.
—No; si yo no vengo á insultarte, vengo
á ensebar mi facón en tus tripas ¡desgraciad
—¿A mi?
—Sí, á vos!
Y ambos, lijeros como el rayo, echaron ma
no á la cintura, sacando Manuel una daga
con la que tiró rápido un tajo mortal á
Pedro, pero este, en tanto que con el mango
del rebenque paraba, el arma de su rival, le
hundía su facón hasta el mango en el vien
tre.
Y cuando la peonada del Establecimiento
se apercibió de la lucha y corrió á auxiliai
a su capataz, este ya había muerto.. .La si
lueta de Pedro se perdía en el horizonte....
Ií >cardo LOPEZ IABANDüRA.
M v.Uevkleo, Febrero 1-2 ele 1889'
->y ¿r ¿olop sr ó
UN NUEVO POETA
-age-
Pura Amílico S. Manco'o
I
' que los Alpes me han llevado á
Ajf^fLvla poesía, me quedo en ellos pa a
V-pLÍj V revelar un nuevo poeta, anunciado
■j ç—jL.i por varios escritores italianos en
revistas extranjeras; el cual soborea en estos
días una de las mis profundas alegrias que
se hayan concedido al corazón humano: la
de contemplar el alba de la propia gloria.
No tiene todavía treinta años: era en efec
to completamente desconocido, hasta hice
pocos meses.
Es hijo de un obrero tejedor de un pueblo
del Piamonte; en su niñez trabajó en el telar;
tuvo una niñez pobre y dura: su familia lo
dedicó con grandes sac ilicios ni estudio pa
ra hacer de él un sacerdote; pasó algunos
años en el Seminario, donde su fé religiosa
se apagó; después permaneció cuando salió
de allí; vivió, como vive todavía, dando
lecciones-particulares de literatura que ape
nas le dan pan.
Es una figura que recuerda la de Le ópar-
di: pequeño, mac lento, pálido, pob:emente
vestido, extraordínari miente tímido, amante
de la vida solitaria, una ligara extraña, una
índole taciturna, una especie de ermitaño
selvático, en quien ninguna señal exterioi
deja adivinar al artista.
Este pobre hij) de obrero ha escrito un
poemita formado de poesías de diversó me
tro sobre la enfermedad y muerte de la ma
dre que adoraba, una serie de escenas, de
cuadritos domésticos, de episodios afectuo
sos y dolorosos, de gritos de angustia y de
sesperación, que hacen estremecer y llorar
al más frío lector.
Y á la profundidad trágica del sentimien
to, se une en su poesía una delicadeza rara
de forma, obtenida con pudentísimas fatigas,
pero no exenta de amable sencillez, á través
de la cual aparece netamente, como el fondo
de un arroyo limpidísimo, el alma del poeta.
Leedlo, y tendréis por mucho tiempo ante
los ojos la imagen de esa pobre madre muer
ta, que os hará amar al hijo huérfano y me
ditar en las miserias y dolores humanos.
El nobilísimo poeta no estodavía profesor,
porque como tiene que d ir lecciones para
ganarse el pan, no ha tenido tiempo toda
vía, en diez años, de tomar el diploma.
Se llama Giovanni Cena.
JídmCndo P'AAUCIS.
)AS campanas del pueblo llaman á
IfSLnisa de domingo. Poruña de las
I i Wj-y desiertas sendas que conducen á la
Iglesia aparece Georgina, siempre
sonriente, y se detiene. Mira; parece que
buscara á álguien.
Por el extremo opuesto, dos ó ti es jó\e-
nes del pueblo se acercan y la saludan, pero
ella no sonríe mis que al último de ellos, a
Juan, el cual, tímido y bondadoso, no se
atreve á adelantarse, y al que ella ama con
toda la vehemencia de un alma de 16 abriles.
Juan sigue el camino de su amante, sus
acompañantes le dejan, y junto con la her
mosa niña, entra al sagrado recinto y detras
suyo escucha el paternal sermón.
Mientras dura el divino oficio, Juan per
manece abismado en un respetuoso silencio. •
Ora con devoción, y sus miradas solamente
sedirijená la María celeste y á su virjen
amante.
Y cuando salen de la Iglesia y se encuen
tran otra vez en aquella senda de flores que
se abren y de botones que estallan, ,cómo se
dilatan los coruzanes de aquellos niños ena
morados; cómo sonríen de contento sus son
rosad is mejillas! .. .
Caminando lentamente se dm,en a casa
de Georgina, bajo los ardores de un so
abrasador, á la sombra espesa de los ar o-
les; aspirando el perfume suave de las llores
que trae una brisa sutilísima moviendo a su
paso en rítmicas ondulaciones, las espiga»
de las achiras que deslumbran con sus re-
nejos de oro; pisando la alfombra de gra
nadla y de margaritas roj is, que ciujcn y
su paso en besos imperceptibles; con
manos enlazadas, apretadas; callados, sin
decirse una palabra, en la embriaguez de
esta elocuencia de los enamorados que n^
abren la boca más que para cambiar
nombres y los libios mi. I#” 1 '”
besos y que se dicen todo en uns m,
rada.. •
¡Cuánta felicidad!
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Un día las campanas del pueblo repique
teaban «á todo vuelo»»: era el día de la boda
de Georgina con su tímido amigo Juan.
Juan v Georgina eran desde entonces la
pareja más feliz del pueblo.
El dia lo pasaba él trabajando en la gia
ja ó en el campo; por la noche, cuando esta
llemtbu con sus sombras deseadas, Ju
emprendía el regreso á la rústica casita
donde salía á recibirlo con los brazos abier
tos la sonriente Georgina.
En todos los instantes, la alegría mas
sueña reinaba en el alma de los enamora
esposos.
Asi pasaron tres cosechas. Más cuando
empezó á madurarla cuarta siembra, las