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PÉTALOS SUELTOS
Para Ubaldo Ramón Guerra
Padecias mucho, ¡pobre alma míal No
había para tu noche albor temprano, co
mo ha dicho el poeta.
Yo te he visto, más de una vez, en el
borde de ese hondo abismo llamado dolor
y he visto el buitre fatal de la desespera
ción posarse sobrecogido con el plumaje
tembloroso y los ojos desesperantes bien
abiertos, y á veces cernirse sobre mi ca
beza y golpearla con sus sombrías alas
negras.
Yo te he visto, ¡pobre alma mia! con
templar las aguas amargas de ase mar
tenebroso de la vida y has visto como
bajo la corriente de sus ondas, en apa
riencia irisadasy juguetonas, se deslizaban
la desnudez y el hambre,—miserias del
cuerpo—y el odio y la desesperación,—mi
serias del alma.
Yo te he visto, ¡pobre alma mía! escu
char por todas partes el lenguaje del
harapo, especie de lamento que Hora mi
diendo su miseria,—retorcerse,—midiendo
su abismo,—y en un instante de desespe
ración incorporarse en el lecho del sufri
miento, cual Prometeo atado, que por un
supremo esfuerzo alza sus cadenas, pero
¡oh Dios! vuelve á caer en el tálamo del
martirio!
Tú has visto ¡pobre alma mía! la lágri
ma candente del hambre que amorata los
lábios del inocente sacado por manos de la
Providencia del Nirvana, al deslizarse si
lenciosa, arrastrando en forma de perla si
glos de tormento, mundos de dolor; tú la
has visto salir de otras almas, coco á po
co, en marcha interminable. Y ese grito"
que pudiera decirse lleva olor à tumba,
ese grito salido de una boca que tres dias
tiene de no saborear el pan de la vida,
exhalado por una carne fi".a, moribunda,
alentado por un espiritu torturado, deshe
cho,—ese giito también ha venido á herir
y vulnerar tus creencias ¡oh pobre alma!
Valor, alma mía! Ahi vá la eterna fila
de los angustiados con la pesada cruz à
las espaldas, marchando sin cesar por la
triste calle de la amargura. Ahí van los
escogidos del infortunio caminando desde
hace centenares de centenares de años,
caminando sin cesar, desgarradas sus car
nes y dejando huellas de sangre en la ago
nizante caminata.
Almas puras, blancas, almas de nieve,
querubines del erial; si no teneis la man
cha más leve, ni la sombra más pequeña,
ni la más imperceptible penumbra, ¿por
qué vais así sangrando; por qué os arras
tra esa corriente; por qué os abate ese
ciclón? ¿Por qué, si culpa no hay, sufrís
pena, pena horrible? Tener fé y ver que la
misma fé se abate! Tener esperanza y
verla morir! Creer en la felicidad tiritan
do de frío bajo el cielo azul! E -perar la
dicha apetecida, sintiendo el calambre de
la agonia que contrae los nérvios!.
No habia en tu noche albor temprano,
¡alma mia! Padecías mucho, más, corneal
tierno halago de la brisa matinal se abren
las flores y se inclinan sus corolas bajo Jas
caricias vivificadoras dePsol, apenas sen
tiste el rumor de e-e como blando céfiro
del cariño y viste los rayos purísimos y
LA VIDA MONTEVIDEANA
tibios del astro del amor, alma infeliz, re
nunciaste al misterio de tus congojas y el
sacerdote del silencio, puesto el índice en
los labios, ya no ofició más en tus recón
ditos santuarios.
Ternuras del corazón no confesadas
nunca* y dolores profundos, de los que
parece que nacieron con el individuo co
mo una manifestación del atavismo, espe
ranzas, frágiles acaso como el ala de la
mariposa, y cual ella policromas y brillan
tes; los tímidos recelos, las lágrimas, los
ódios,—porque esa pasión fermenta en to
do pecho humano,—cuanto pensabas y sen
tías ¡alma mia! lo comunicaste en el ins
tante dichoso en que hallaste otra alma
que te comprendiera. Qué alivio, qué ale
gría infinita! Poseer quien enjugue tus
lágrimas, cuando antes llorabas para
adentro, porque no eras escuchada, no es
gozar, con anticipación, de las venturas
celestiales?
Este infierno de pesares y de dudas,
esta agonía de las almas á que se Pama
existencia, no seria soportable sin los de
liciosos intervalos del amor, sin la transí!
guración de los espíritus, que se verifica
por la entrega incondicional de un cora
zón à otro corazón. La perversidad hu
mana afila sus puñales en la sombra y
busca nuestros pechos para desgarrarlos,
obligándonos á padecer cruel martirio.
Como tengamos quien apasionadamente
nos atraiga á su lado, quien nos diga pa<
labras más dulces que ia miel, que aca
lien el eco de los ladridos de la jauría
que nos persigue y suenen en nuestro oido
à música que no tiene igual como har
moniosa; quien de todos los néctares for
me uno solo y nos lo dé en dos pétalos
de clavel, nos lo dé á saborear en besos
cálidos, productores de una felicidad que
no puede compararse en lo terrestre,
entonces, solamente entonces, habremos
llegado â la categoria de semi-dios y en
contraremos que todo es magnifico en la
creación.
Por eso es que nunca me parece tan
bello el sol como cuando quiebra sus ra
yos de oro sobre la cabellera obscura de
mi amada; ni tan hermoso el espejo de
las aguas, como cuando la retrata, dicho
sa y sonriente, ia cabeza escondida so
bre mi pecho; ni más rumorosa la brisa
que cuando me trae los sones de su voz
que semeja al sonido de una cascada de
perlas al caer sobre una ánfora de cristal
y plata; ni más gallarda y olorosa la flor
del nardo que cuando, como broche sin
igual, ajusta sobre el seno la bata de ' la
que adoro y cuando confunde su blancu
ra con la blancura de ella; ni mas puro
el aire que cuando, besa levemente su
mejilla arrancándole su perfume y' su ti
bieza, ni más frescas y coloreadas las
flores que cuando se enredan en ia ves te
que lleva mi reina, como para adornarle
con matices que no tuvo el régio manto
de Salomón,— aquellas flores silvestres
que no fueron llevadas de ningún pensil,
ni dedos con pedrería pusieron en pinta
do vaso sajones ni en tibor de oros opa
cos de la China .. aquellas flores que no
necesitan hablar para decirle: te amo!
Las flores, no sé quien dijo, fueron la
última creación de Dio?. Hecho el mundo,
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Dios no halló á la mujer suficientemente
bella... No era cuestión de sacar otra
costilla ni de hacerla do nuevo. Era pre
ciso algo que fuese y que no fuese, algo
que no fuese nada sin la mujer, mas que
con ella lo fuese todo,
Y el señor abrió los brazos y exclamó:
Háganse las flores'.
Por eso cuando veo surgir á mi amada
de entre las flores, me parece que lo veo
todo y que la naturaleza gozosa y alegró
me grita:
Amaos y daos un beso!
WERTHER.
Montevideo, Marzo 26 de 1898.
Una condesa
(Traducido del francés para sLa Vida Montcv.ideana»)
Carlos de Athis, publicis
ta, tiene el honor de parti
cipará usted el nacimiento
de su hijo Roberto. — El
recien nacido sigue bien.
Todo el París literario y artístico reci
bió, hace cosa de diez años, esa esquela
impresa en papel satinado y con el escu
do de armas de los condes de Athis Mons,
de los cuales, el último, Cárlos de Athis,
había sabido, muy joven aún, conquistarse
un nombre de poeta.
El recien nacido sigue bien.
¿Y la madre? ¡Oh! De ella no hablaba
la esquela. Todo el mundo la conocía de
masiado Era hija de un cazador furtivo
de Sena y Oise, una antigu i modelo que
se llamaba Irma Sallé, y cuyo retrato ha
bia rodado por todas las Exposiciones, co
mo el original habia rodado por todos los
estudios. Su frente pequeña, su lábio le
vantado, aquella cara de campesina una
guardadora de pavos con facciones griegas
— aquel color, un poco tomado, de las mu
chachas que se ciian al aire libre, que dá
á los cabellos rubios reflejos de seda páli
da, daban á aquella chiquilla una especie,
de originalidad bravia, completada por dos
ojos de uu color verde magnífico, medio
escondidos entre las espesas cejas.
Una noche, después de un baile en la
Opera, Athis se la llevó à cenar, y desde
hacía dos años seguia la cena. Pero aun
cuando Irma había entrado por completo
en la vida del poeta, aquella esquela, in
solente y aristocrática, demostraba clara
mente lo poco que en ella significaba.
Y, en efecto, en aquel hogar provisional
la mujer no era más que una ama de lla
ves, que regenteaba la casa del aristócra
ta poeta. Demasiado rústica y demasiado
tonta para comprender el génio de Athis,
aquellos versos magnifico?, refinados y de
buen tono, que hacían de él una especie
de Tennys.m parisiense, habla sabido, sin
embargo, plegarse á todos sus desdenes,
á todas sus exigencias, como si en el fondo
de aquella naturaleza vulgar, hubiera que
dado un poco de la admiración humillada
de la plebeya hacia el aiistócratá, de a
vasalla hácia el soberano. El nacimiento
del niño no’hizo más que aumentar su
nulidad en la casa.
Cuando la condesa de Athis Mons, ia
madre del poeta, mujer distinguidísima ce
la mejor sociedad, supo que tema un nie
tecito, debidamente reconocido porei au-