Full text: 2.1898,27.Mär.=Nr. 37 (1898000237)

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PÉTALOS SUELTOS 
Para Ubaldo Ramón Guerra 
Padecias mucho, ¡pobre alma míal No 
había para tu noche albor temprano, co 
mo ha dicho el poeta. 
Yo te he visto, más de una vez, en el 
borde de ese hondo abismo llamado dolor 
y he visto el buitre fatal de la desespera 
ción posarse sobrecogido con el plumaje 
tembloroso y los ojos desesperantes bien 
abiertos, y á veces cernirse sobre mi ca 
beza y golpearla con sus sombrías alas 
negras. 
Yo te he visto, ¡pobre alma mia! con 
templar las aguas amargas de ase mar 
tenebroso de la vida y has visto como 
bajo la corriente de sus ondas, en apa 
riencia irisadasy juguetonas, se deslizaban 
la desnudez y el hambre,—miserias del 
cuerpo—y el odio y la desesperación,—mi 
serias del alma. 
Yo te he visto, ¡pobre alma mía! escu 
char por todas partes el lenguaje del 
harapo, especie de lamento que Hora mi 
diendo su miseria,—retorcerse,—midiendo 
su abismo,—y en un instante de desespe 
ración incorporarse en el lecho del sufri 
miento, cual Prometeo atado, que por un 
supremo esfuerzo alza sus cadenas, pero 
¡oh Dios! vuelve á caer en el tálamo del 
martirio! 
Tú has visto ¡pobre alma mía! la lágri 
ma candente del hambre que amorata los 
lábios del inocente sacado por manos de la 
Providencia del Nirvana, al deslizarse si 
lenciosa, arrastrando en forma de perla si 
glos de tormento, mundos de dolor; tú la 
has visto salir de otras almas, coco á po 
co, en marcha interminable. Y ese grito" 
que pudiera decirse lleva olor à tumba, 
ese grito salido de una boca que tres dias 
tiene de no saborear el pan de la vida, 
exhalado por una carne fi".a, moribunda, 
alentado por un espiritu torturado, deshe 
cho,—ese giito también ha venido á herir 
y vulnerar tus creencias ¡oh pobre alma! 
Valor, alma mía! Ahi vá la eterna fila 
de los angustiados con la pesada cruz à 
las espaldas, marchando sin cesar por la 
triste calle de la amargura. Ahí van los 
escogidos del infortunio caminando desde 
hace centenares de centenares de años, 
caminando sin cesar, desgarradas sus car 
nes y dejando huellas de sangre en la ago 
nizante caminata. 
Almas puras, blancas, almas de nieve, 
querubines del erial; si no teneis la man 
cha más leve, ni la sombra más pequeña, 
ni la más imperceptible penumbra, ¿por 
qué vais así sangrando; por qué os arras 
tra esa corriente; por qué os abate ese 
ciclón? ¿Por qué, si culpa no hay, sufrís 
pena, pena horrible? Tener fé y ver que la 
misma fé se abate! Tener esperanza y 
verla morir! Creer en la felicidad tiritan 
do de frío bajo el cielo azul! E -perar la 
dicha apetecida, sintiendo el calambre de 
la agonia que contrae los nérvios!. 
No habia en tu noche albor temprano, 
¡alma mia! Padecías mucho, más, corneal 
tierno halago de la brisa matinal se abren 
las flores y se inclinan sus corolas bajo Jas 
caricias vivificadoras dePsol, apenas sen 
tiste el rumor de e-e como blando céfiro 
del cariño y viste los rayos purísimos y 
LA VIDA MONTEVIDEANA 
tibios del astro del amor, alma infeliz, re 
nunciaste al misterio de tus congojas y el 
sacerdote del silencio, puesto el índice en 
los labios, ya no ofició más en tus recón 
ditos santuarios. 
Ternuras del corazón no confesadas 
nunca* y dolores profundos, de los que 
parece que nacieron con el individuo co 
mo una manifestación del atavismo, espe 
ranzas, frágiles acaso como el ala de la 
mariposa, y cual ella policromas y brillan 
tes; los tímidos recelos, las lágrimas, los 
ódios,—porque esa pasión fermenta en to 
do pecho humano,—cuanto pensabas y sen 
tías ¡alma mia! lo comunicaste en el ins 
tante dichoso en que hallaste otra alma 
que te comprendiera. Qué alivio, qué ale 
gría infinita! Poseer quien enjugue tus 
lágrimas, cuando antes llorabas para 
adentro, porque no eras escuchada, no es 
gozar, con anticipación, de las venturas 
celestiales? 
Este infierno de pesares y de dudas, 
esta agonía de las almas á que se Pama 
existencia, no seria soportable sin los de 
liciosos intervalos del amor, sin la transí! 
guración de los espíritus, que se verifica 
por la entrega incondicional de un cora 
zón à otro corazón. La perversidad hu 
mana afila sus puñales en la sombra y 
busca nuestros pechos para desgarrarlos, 
obligándonos á padecer cruel martirio. 
Como tengamos quien apasionadamente 
nos atraiga á su lado, quien nos diga pa< 
labras más dulces que ia miel, que aca 
lien el eco de los ladridos de la jauría 
que nos persigue y suenen en nuestro oido 
à música que no tiene igual como har 
moniosa; quien de todos los néctares for 
me uno solo y nos lo dé en dos pétalos 
de clavel, nos lo dé á saborear en besos 
cálidos, productores de una felicidad que 
no puede compararse en lo terrestre, 
entonces, solamente entonces, habremos 
llegado â la categoria de semi-dios y en 
contraremos que todo es magnifico en la 
creación. 
Por eso es que nunca me parece tan 
bello el sol como cuando quiebra sus ra 
yos de oro sobre la cabellera obscura de 
mi amada; ni tan hermoso el espejo de 
las aguas, como cuando la retrata, dicho 
sa y sonriente, ia cabeza escondida so 
bre mi pecho; ni más rumorosa la brisa 
que cuando me trae los sones de su voz 
que semeja al sonido de una cascada de 
perlas al caer sobre una ánfora de cristal 
y plata; ni más gallarda y olorosa la flor 
del nardo que cuando, como broche sin 
igual, ajusta sobre el seno la bata de ' la 
que adoro y cuando confunde su blancu 
ra con la blancura de ella; ni mas puro 
el aire que cuando, besa levemente su 
mejilla arrancándole su perfume y' su ti 
bieza, ni más frescas y coloreadas las 
flores que cuando se enredan en ia ves te 
que lleva mi reina, como para adornarle 
con matices que no tuvo el régio manto 
de Salomón,— aquellas flores silvestres 
que no fueron llevadas de ningún pensil, 
ni dedos con pedrería pusieron en pinta 
do vaso sajones ni en tibor de oros opa 
cos de la China .. aquellas flores que no 
necesitan hablar para decirle: te amo! 
Las flores, no sé quien dijo, fueron la 
última creación de Dio?. Hecho el mundo, 
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Dios no halló á la mujer suficientemente 
bella... No era cuestión de sacar otra 
costilla ni de hacerla do nuevo. Era pre 
ciso algo que fuese y que no fuese, algo 
que no fuese nada sin la mujer, mas que 
con ella lo fuese todo, 
Y el señor abrió los brazos y exclamó: 
Háganse las flores'. 
Por eso cuando veo surgir á mi amada 
de entre las flores, me parece que lo veo 
todo y que la naturaleza gozosa y alegró 
me grita: 
Amaos y daos un beso! 
WERTHER. 
Montevideo, Marzo 26 de 1898. 
Una condesa 
(Traducido del francés para sLa Vida Montcv.ideana») 
Carlos de Athis, publicis 
ta, tiene el honor de parti 
cipará usted el nacimiento 
de su hijo Roberto. — El 
recien nacido sigue bien. 
Todo el París literario y artístico reci 
bió, hace cosa de diez años, esa esquela 
impresa en papel satinado y con el escu 
do de armas de los condes de Athis Mons, 
de los cuales, el último, Cárlos de Athis, 
había sabido, muy joven aún, conquistarse 
un nombre de poeta. 
El recien nacido sigue bien. 
¿Y la madre? ¡Oh! De ella no hablaba 
la esquela. Todo el mundo la conocía de 
masiado Era hija de un cazador furtivo 
de Sena y Oise, una antigu i modelo que 
se llamaba Irma Sallé, y cuyo retrato ha 
bia rodado por todas las Exposiciones, co 
mo el original habia rodado por todos los 
estudios. Su frente pequeña, su lábio le 
vantado, aquella cara de campesina una 
guardadora de pavos con facciones griegas 
— aquel color, un poco tomado, de las mu 
chachas que se ciian al aire libre, que dá 
á los cabellos rubios reflejos de seda páli 
da, daban á aquella chiquilla una especie, 
de originalidad bravia, completada por dos 
ojos de uu color verde magnífico, medio 
escondidos entre las espesas cejas. 
Una noche, después de un baile en la 
Opera, Athis se la llevó à cenar, y desde 
hacía dos años seguia la cena. Pero aun 
cuando Irma había entrado por completo 
en la vida del poeta, aquella esquela, in 
solente y aristocrática, demostraba clara 
mente lo poco que en ella significaba. 
Y, en efecto, en aquel hogar provisional 
la mujer no era más que una ama de lla 
ves, que regenteaba la casa del aristócra 
ta poeta. Demasiado rústica y demasiado 
tonta para comprender el génio de Athis, 
aquellos versos magnifico?, refinados y de 
buen tono, que hacían de él una especie 
de Tennys.m parisiense, habla sabido, sin 
embargo, plegarse á todos sus desdenes, 
á todas sus exigencias, como si en el fondo 
de aquella naturaleza vulgar, hubiera que 
dado un poco de la admiración humillada 
de la plebeya hacia el aiistócratá, de a 
vasalla hácia el soberano. El nacimiento 
del niño no’hizo más que aumentar su 
nulidad en la casa. 
Cuando la condesa de Athis Mons, ia 
madre del poeta, mujer distinguidísima ce 
la mejor sociedad, supo que tema un nie 
tecito, debidamente reconocido porei au-
	        
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