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PAGINA BLANCA
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folletín de “página blanca”
Novela por la Señora Cora Brown cio Otero
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Queta AomitebruGi)©
— 1 iene que oirme, señora. No en vano he es
perado pacientemente hasta este día. Bien sabe
cuanto la amo, y que desde el día en que tan
cruelmente rechazó mi amor, para unirse a Ed
gardo, se apagó para mí la luz y solo tinieblas
anidan en mi alma! Me conoce Vd., señora; sabe
que soy arrebatado y que mi amor es impetuoso
como un torrente que rompiendo sus diques
arrasa todo a su paso!
— Caballero, le repito que es indigna su con
ducta! Jamas daré oidos a sus pértidas insinua
ciones. Amo a mi esposo con todas las fibras de
mi corazón; todos ios impulsos de mi alma juve
nil van hacia él! Pero entiéndalo también Vd.
Aun cuando asi no fuera; aun cuando el desen
canto hubiera penetrado en mi alma, no seria
perjura a la fé jurada al pie de los altares!
— Y yo le juro que será mía, señora!
—Jamás! antes muerta!
Una llama de odio asomó a las pupilas de Ro
berto y con voz donde vibraba el mas profundo
rencor esclamó:
— Pues bien, ya que quiere la guerra la tendrá !
Tiemble por mi venganza. Y dando un portazo
a la puerta desapareció.
Queta, quedó presa de mortal angustia; un
temblor convulsivo ajitaba sus miembros, pero
trataba de serenarse antes de que volviera
Edgardo. No quería enterarlo de la escena que
había pasado, pues temía ponerlos frente a frente.
Conocía la astucia y cobardía de Roberto.
Trató de distraerse con los niños y no lo con
siguió. Se acordó entonces de un libro que le
acababa de traer Edgardo, «La culpa ajena»
por Ardel, uno de sus autores favoritos y corrió
a buscarlo, pues la lectura siempre tuvo el don
de calmarla. Buscó su puñalito malayo, para abrir
sus hojas y no lo halló.
Es estraño, pensó; creí haberlo dejado ayer
sobre el escritorio. Talvez Edgardo lo haya guar
dado; no se preocupó mas por él.
A la tarde cuando volvió Edgardo, la encontró
un poco pálida y nerviosa y le preguntó inquieto,
que tenía.
— Nada! Estoy un poco cansada y me duele
algo la cabeza.
— No ha venido Roberto ?
Si, pero su visita fue corta, pues según dijo
tenía algo que hacer.
En ese momento trajeron los niños, que con
sus caricias y mimos distrajeron su atención y
Edgardo no supo nunca la escena que había
tenido por teatro su hogar.
Desde ese dia no volvió a aparecer Roberto.
Edgardo preocupado fue a verlo, pero le dijeron
que hacía días había partido para la ciudad.
Qué estraño, dijo al volver. Sería un llamado
urgente! No te dijo nada cuando estuvo el otro
día?
— No, contestó Queta y se volvió como bus
cando algo para ocultar su turbación.
III
Era el 8 de Agosto. Después de unos días de
muchísimo frío, esa tarde se presentaba radiosa.
Al cielo de un azul purísimo, no lo manchaba
la mas leve nubecilla.
Queta tomó su labor y se dirijió al arroyo Mi-
guelete, límite de su cortijo. Iban con ella Ar
mando y Garlitos que ya era todo un personaje
de dos años.
Era ese su paseo favorito. Había hecho colocar
allí una mesa y unos bancos rústicos y amenudo
iba con los niños a pasar la tarde.
Ese día después de corretear los niños, un rato,
se acercó Carlitos, le pidió que lo alzara y al
poco rato se quedó dormido.
Armando, que cada día quería más a su her-
manito, se acercó también, arrodillóse en el
banco, pasó su brazo por el cuello de la joven
y se quedó contemplando a Carlitos.
Queta le pasó entonces el brazo por la cintura
y atrayéndolo a si le preguntó:
— Quieres mucho a tu hermanito?
— Oh! si, mamá y a ti también y a papá! Y
cuando sea grande lo defenderé!
(Continuará )■
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