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hubiera temido distraerte me hubiera reído de buena gana.
Decía que lo primero que hizo fue echarse a buscar, en
compañía de su esclavo, la casa de Demeneto. Nadie le ha
cia el menor caso. En los lugares más concurridos, muchos
le respondían hablándole de sus litigios y proponiéndole ser
testigo falso; otros le atropellaban como a un importuno y
algunos, mejor enterados, le decían que Demeneto estaría
a esa hora espiando la puerta para escapar de su mujer.
Desalentado dejó esos sitios dispuesto a interrogar a los
transeúntes. De'allí a poco encontró a un individuo que
parecía un pedagogo, que dijo ser el mismo Demeneto,
acompañado de un joven que se le dió a conocer como su
intendente. Nuestro mercader desconfió desde luego de tan
fácil encuentro, hizo ciertas preguntas capciosas, expuso
su misión e invocando en su interior a la Buena Fe, acabó
por entregar las veinte minas en que nos vendieron. Nadie
le conocía en la ciudad ni él conocía a nadie, pero el rostro
agradable y el cuerpo ondulante de una muchacha, que
venia por la calle con una vieja, le atrajeron, y mientras
se entretenían en un puesto de frutas se puso a mirarla.
Ella se llamaba Philenia y era cortesana. Hablando con la
vieja le decía: “El esclavillo de mi adorado amante vino a
decirme que hoy mismo tendría las veinte minas que pides
por dejarme un año en sus brazos. Con ayuda de su buen
padre engañó a un tonto mercader extranjero y se hizo
pagar ese dinero como precio de una venta de asnos.”
El mercader se iba a echar sobre ella, pero el cálculo
ejercitado en el comercio le detuvo y fue siguiéndolas has
ta que entraron en una casa donde pudo notar preparativos
de fiesta. Estuvo acechando y ¡oh malicia de los humanos!
vió llegar, danzando de alegría, a los mismos que le habían
despojado, que entraron abrazando y besando una bolsa
de dinero. El banquete empezó con mayor alegría de la
que tuvo al final, pues llegó a poco una noble dama que por
la fuerza sacó de aquel antro a un viejo ebrio que lloraba
de arrepentimiento. Ese viejo tan duramente tratado por
aquella fiera, que se decía su esposa, era nuestro inolvi
dable Demeneto, que a los ojos atentos del mercader, re
cibía el castigo de su engaño, en tanto que a corta distancia,
con dignidad, lo contemplaba todo Saureas, el verdadero
intendente, persona seria que administraba los bienes con
yugales.
MARIANO SILVA.
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