Full text: T. 17.1918,4 (19180017004)

JOSÉ ENRIQUE RODÓ 
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imagen mitológica y tornadiza de Proteo, forma del mar, nu 
men del mar ’ ’, que 
ya se trocaba en fiero león, ya en ondulante y escamosa serpiente; ya 
convertido en fuego, se alzaba como trémula llama; ahora en árbol que 
levanta hasta la vecindad del cielo su cerviz, ahora en arroyo que 
suelta en rápida corriente sus ondas. Siempre inasible, siempre nuevo, 
recorría la infinitud de las apariencias sin fijar su esencia sutilísima en 
ninguna. Y por esta plasticidad infinita, siendo divinidad del mar, per 
sonificaba uno de los aspectos del mar: era la ola multiforme, huraña, in 
capaz de concreción ni reposo; la ola, que ya se rebela, ya acaricia; que 
unas veces arrulla, otras atruena; que tiene todas las volubilidades del 
impulso, todas la vaguedades del color, todas las modulaciones del sonido; 
que nunca sube ni cae de un modo igual, y que tomando y devolviendo al 
piélago el líquido que acopia, impone a la igualdad inerte la figura, el 
movimiento y el cambio. 
El mar, poblado de buques que se dirigen en opuestas di 
recciones, reaparece como visión simpática al espíritu, ya en 
El barco que parte, la encantadora parábola que sintetiza la 
vida de muchos pensamientos y sensaciones que parecen ale 
jarse para penetrar en las regiones inexploradas de lo sub 
consciente, y que algún día regresan a plena luz, más claros y 
brillantes; ya en los capítulos consagrados, insistentemente, 
a la necesidad de viajar: 
Viajar es reformarse... Hay en la personalidad de cada uno de 
nosotros una parte difusa, que radica en las cosas que ordinarimente nos 
rodean : en las cosas que forman como el molde a que, desde el nacer, nos 
adaptamos. Trocar por otro este complemento, mudando el lugar en que 
se vive, es propender a modificar, en mayor o menor grado, por una re 
lación necesaria, lo esencial y característico de la personalidad. Toda la 
muchedumbre de imágenes que se ordenan y sintetizan en la grande imagen 
de la patria: el cielo, el aire, la luz; los tintes y formas de la tierra; las 
líneas de los edificios; los ruidos del campo o de la calle; la fisonomía de 
las personas; el son de las voces conocidas: todo ese armónico conjunto, 
no está fuera de ti, sino que hace parte de ti mismo, y te imprime su 
sello, y se refleja en cada uno de tus actos y palabras: es, cuando más 
objetivamente se lo considere, una aureola o penumbra de tu yo. 
Sorprende que quien de tan persuasiva manera preconizaba 
la necesidad de los viajes, hubiera permanecido tanto tiempo fir 
memente arraigado al suelo nativo. Es que en Rodó esa necesi 
dad se veía contrabalanceada por la soledad y la lectura.
	        
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