IMPRESIONES DE UN VIAJE A EUROPA
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estaba de pie un hombre corpulento vestido de kaki. Le' pre
gunté si no podíamos ir aún al barco, visible entonces a unos
cien pasos junto al espigón; y aquel hombre se limitó a contes
tarme lenta y tranquilamente:
—Until two o’clock, Sir.
¡Hasta las dos de la tarde no podíamos embarcar, eran ya
casi las once y estábamos en espera desde las nueve y media!
Di las gracias al cortés, impasible y lacónico empleado y volví
hacia donde a poca distancia había quedado mi esposa, que, no
pudiendo ya tenerse en pie, se sentaba sobre una de nuestras
maletas e imitaba—menos en lo de llorar sin consuelo—a una
joven pelirroja y bien vestida que cerca de ella había hecho lo
mismo y sollozaba como quien abandona para siempre a seres
muy queridos o sufre un inaguantable dolor físico.
¿Qué hacer mientras tanto? Dejamos el equipaje al cuidado
de un mocetón empleado de la Compañía (el mismo que se hizo
cargo de él desde nuestra llegada al muelle), y salimos en busca
de un almuerzo que nos permitiera esperar aquellas tres horas.
Al acercarnos a los elevadores tuvimos la grata sorpresa de en
contrar a nuestros\migos Sebastián Gelabert y su hijo Chacho,
compañeros de viaje desde La Habana en el vapor México y en
Nueva York, que habían ido a despedirnos. Se nos olvidó el
almuerzo, y fuimos entonces a la gran sala de espera, lujosa y
confortable. Allí la charla criolla nos compensó el vacío de nues
tros estómagos; y entre tal recuerdo que hacía Gelabert de sus
viajes por Europa, y entre los atisbos curiosos y comentarios ale
gres de su hijo, transcurrió veloz el tiempo. Cuando vinimos a
ver, ya muchos empezaban a abandonar el salón. Hicimos nosotros
lo mismo, seguidos de aquellos buenos amigos—¡los únicos pre
sentes en esos momentos !— que no nos abandonaron sino después
de traspuesta la reja guardada por aquel inmutable empleado re
visor de los billetes de pasaje, y no sin haber antes convertido
algunos dólares en francos, para las indispensables propinas a
bordo.
Examinaron nuestro pasaporte, devolviéronmelo sellado, salu
damos de lejos y por última vez a los Gelabert, descendimos por
una suave rampa tendida del muelle a un costado del buque, y
pocos instantes después estábamos ya en el Rochambeau, donde